Doña Matilde era conocida por dos cosas: su carácter fuerte y un piano antiguo que ocupaba el rincón más iluminado de su sala. Nadie sabía tocarlo. Ni siquiera ella. Pero tampoco permitía que nadie lo moviera ni lo tocara. Era como si aquel piano fuese un guardián silencioso de sus recuerdos.

Cuando llegamos a su vida, nuestra misión era cuidar de ella: medicinas, paseos, comidas. Pero había algo que no podíamos curar, algo que la hacía suspirar cada vez que miraba el piano: el peso de la soledad.

Un día, mientras ajustábamos las cortinas para que el sol no deslumbrara el teclado, notamos que algo sobresalía de la tapa del piano. Una carta amarillenta, escondida entre las cuerdas. Doña Matilde, al verla, se quedó inmóvil.

—»Hace 30 años que no toco esta carta…» —susurró con lágrimas en los ojos.

Nos sentamos junto a ella mientras la abría con manos temblorosas. Dentro, había una partitura. No una cualquiera. Era la canción que su esposo compuso para ella antes de partir a la guerra y nunca regresar.

—»Él decía que yo aprendería a tocarla cuando estuviera lista, pero nunca lo estuve. Hasta ahora.»

Esa tarde, uno de nuestros cuidadores, que resultó ser músico, se sentó al piano y empezó a tocar. Las notas llenaron la casa, trayendo consigo los recuerdos, la nostalgia, pero también una sonrisa en el rostro de Doña Matilde que hacía años no veíamos.

Desde ese día, el piano no volvió a ser un mueble olvidado. Se convirtió en el corazón de su hogar, donde cada tarde sonaban melodías que nos recordaban que nunca es tarde para sanar el alma.

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